De los Austrias a los Borbones.
Cuando el 14 de noviembre de 1700 se tuvo noticia en Requena de la muerte de Carlos II de Austria, las demostraciones de dolor no dejaron de ser oficiales, quizá porque muchos esperaban desde hace tiempo el desenlace final de tan infortunado monarca, que algunos creyeron hechizado, quizá porque muchos castellanos ya estaban hartos de los Habsburgo, de sus dispendiosas guerras que tantos sacrificios habían ocasionado.
Los grupos dirigentes de la Monarquía hispánica, todavía el mayor imperio del mundo a despecho de la separación de Portugal, se inclinaron finalmente por el candidato de Luis XIV, su nieto el duque de Anjou. El poder francés había combatido denodadamente al español desde hacía décadas, y durante la guerra de 1688-97 le había infringido severos golpes, como el bombardeo de Alicante o la toma de Barcelona. Los requenenses, como el resto de las gentes de Castilla, movilizaron sus fuerzas en un conflicto en el que ya se postuló la restauración del orgullo militar español, antaño tan temido. Sin embargo, la perspectiva de ver divididos los dominios hispánicos y la antipatía suscitada en la Corte por los prepotentes alemanes inclinaron la balanza del lado francés.
El duque de Anjou, entonces un muchacho de diecisiete años, apenas conocía España. El consejo y la acción de su absorbente abuelo resultaban perturbadoras, pero oficialmente ambas Monarquías permanecerían separadas y en la mejor armonía. El 22 de enero de 1701 entró por Irún el que se convertiría en Felipe V. Por el momento, las potencias contrarias a los Borbones se mostraron a la expectativa. El 18 de febrero llegó a Madrid.
Por aquel entonces, las noticias de la Villa y Corte llegaban con semanas de diferencia, a pesar de que Requena no tenía que mendigar los avisos reales, según Pedro Domínguez de la Coba, por su condición de puerto seco y de villa de tránsito entre Castilla y Valencia. Con las ceremonias acostumbradas de alzarla y besarla, se leyó el 19 de abril una carta real del 15 de marzo. Tras la feliz arribada del nuevo rey, las villas y ciudades de Castilla podían enviar a Madrid sus diputados para dar las explicaciones oportunas, expresiones de honra y celo que eran del real agrado, según se decía al menos. Durante el reinado de Carlos II, las Cortes de Castilla no se convocaron ni una sola vez y la renovación sexenal de los servicios económicos corrió a cargo de las distintas ciudades. Felipe V parecía dispuesto a proseguir la política de donativos a cambio del favor real, sin pasar por las Cortes, algo bastante asumible para el absolutismo.
Conscientes de la delicadeza del momento, los asesores del joven monarca recomendaron que la convocatoria no se limitara a las localidades con voz y voto en Cortes, como Cuenca, en numerosos casos cabezas de una provincia a efectos fiscales. Requena tuvo la oportunidad de enviar dos diputados o representantes, el concienzudo José Ferrer de Plegamans y Juan Ramírez Londoño. Besarían las manos del rey en señal de fidelidad y le expondrían en líneas generales los principales problemas de la villa y su jurisdicción. Sin embargo, tuvieron que pedir sus credenciales el 2 de mayo a un consistorio ciertamente somnoliento, que celebraba sus plenos o ayuntamientos de forma irregular. De lo que le dijeron a Felipe V nada se ha consignado, pero sí sabemos que en una misión que duró cuarenta y cuatro días contando el viaje de ida y el de vuelta se gastaron 1.831 reales.
La república oligárquica.
Requena y su extensa jurisdicción formaba parte del realengo de forma definitiva desde tiempos de los Reyes Católicos, y era cabeza de corregimiento tras no pocos vaivenes. Desde finales del siglo XVI se impusieron las regidurías perpetuas, convertidas en el decurso del XVII en patrimonio de una serie de linajes. El 31 de mayo de 1701 Martín Ruiz de la Cuesta y Manzanares renunció oficialmente al regimiento en favor de Julián de Arroyo y Peralta, según las condiciones de la real cédula del 14 de noviembre de 1615 del regidor Julián García Rullo.
A comienzos del siglo XVIII, ya olvidadas las antiguas parcialidades, las principales familias de hidalgos y hombres buenos habían entroncado y compartían el mismo modo de vida. También habían asimilado a su grupo a los afortunados por las expansiones económicas del XVI. Este grupo dirigente apegado a la explotación de los recursos municipales, cada vez menos proclive al ejercicio militar, pudo presumir de formación jurídica, tan necesaria para ganar las largas batallas de los pleitos, y cada vez tuvo en menos valor el pertenecer al cabildo de los caballeros de la nómina, institución tan venerable como mortecina por aquel entonces para la que el concejo tuvo que nombrar a modo de oficios a Juan Muñoz, Gregorio de Nuévalos, Juan Ramírez Londoño y José Muñoz Ramírez en las elecciones del 9 de octubre de 1701.
En teoría, los regidores se reunían junto al corregidor real en las casas de su cabildo para tratar y conferir las cosas tocantes al servicio de Dios nuestro señor, bien y utilidad de esta república y sus vecinos; es decir, en provecho de la sociedad local organizada según los criterios del Antiguo Régimen. La realidad era más compleja.
Los equilibrios de poder.
El corregidor presidía en nombre del rey el ayuntamiento y tomaba las disposiciones que consideraba más oportunas llegado el momento. Figura de formación jurídica, reunía en el caso de Requena la condición de capitán a guerra, que le facultaba para frustrar excesos de los soldados de paso. Sobre el papel formidable, en la realidad no lo fue tanto, y no solo porque su retribución corriera a cargo de las arcas municipales, pues tuvo que contemporizar con los puntos de vista de los altivos regidores, bien apegados al terreno frente a alguien transitorio y sometido a juicio de residencia tras finalizar su mandato. En el año que nos ocupa, el corregimiento requenense recayó en alguien discreto, Blas Manuel Tabaño Enríquez, que tardó ocho meses en acreditar sus fianzas.
Esta formalidad no era menuda, pues los corregidores estaban obligados a dar cuenta y responder de la persona que conducía los caudales de los tributos a Cuenca, sede de la intendencia de rentas. A inicios de 1701 todavía no se habían cobrado los del año anterior, marcado por la sequía. La responsabilidad, entonces, recayó en los regidores, encargados de recaudar como comisionados una contribución difícil sin la garantía de las fianzas del corregidor.
Varios regidores decidieron en consecuencia ausentarse de los plenos municipales para evadir tales deberes. Tal dejación de funciones fue denunciada el 20 de junio por el enérgico José Ferrer de Plegamans, y cuatro días después, coincidiendo con la festividad de San Juan, se celebró un nuevo pleno. El corregidor presentó su carta de fianza y los regidores reconocieron sus deberes fiscales. El episodio vino a demostrar la autoridad de don José, que el 22 de diciembre propondría que los ayuntamientos se celebraran los jueves de cada quincena con asistencia de todos los capitulares.
Este momento de fragilidad incitó al procurador síndico, por el estado plebeyo, Pedro Sánchez Almazán para reivindicar su jurisdicción, tan corta según él que algunos titulares a lo largo de dos trienios apenas la ejercían. El problema radicaba en que algunos responsables municipales no pagaban sus deudas con la excusa de no haber presentado aún fianzas. Por el momento, se digirió su censura con la promesa de ser estudiada y de encomendar al corregidor la providencia adecuada. Más tarde, el susodicho procurador denunciaría al regidor Francisco Carcajona Marchante por hacerse con la provisión de carnero a un precio alto para los vecinos. A pesar de ello, don Francisco se convertiría en el procurador general por el estado noble el 9 de octubre. La apuntada dejación de funciones fiscales no implicaba ningún deseo de resignar el control del municipio, sino evitar algunos de sus inconvenientes.
Las exigencias reales.
Según el marqués de San Felipe, el cardenal Portocarrero aisló al joven rey en palacio y con su trato áspero le enajenó la voluntad de algunos poderosos. En el consejo secreto incluyó al duque de Harcourt, cuyos buenos oficios como embajador francés habían sido de gran ayuda a la casa de Borbón para hacerse con el trono español. Hombre muy crítico con la relevancia alcanzada en la Monarquía por los grandes, a los que tildó de ambiciosos incompetentes, el cardenal retomó la idea del conde de Oropesa de reducir el número de oficiales de la Contaduría y Secretarías para reducir gastos, lo que condujo a los cesantes a la oposición, pero mantuvo el modo de arrendar los derechos reales y el número de sus comisionados. La siempre espinosa reforma fiscal era un tema pendiente y candente.
Las apreturas económicas y las controversias municipales determinaron la llegada el 6 de julio a Requena de Felipe Antonio Plata, receptor del intendente de las rentas reales de Cuenca Manuel Hurtado de Mendoza. Optó por la moderación, lejos de la altanería de algunos comisionados denunciada por San Felipe. Se recomendó que se acudiera al medio más adecuado para beneficiar al rey sin perjudicar a los vecinos, ideal del buen gobierno que se avenía con la intención de alivio de los vasallos de Su Majestad. En determinados círculos de la Corte se era consciente del malestar fiscal de los últimos tiempos de los Austrias. Se facultó a Juan Ramírez de Londoño para que pasara a Madrid a dar con el remedio. La audiencia de Plata en Requena ocasionaría por de pronto un nuevo gasto de 3.659 reales.
Los gastos y requerimientos de deudas se afrontaron con las rentas provinciales, sufragadas verdaderamente en muchos casos gracias a los arbitrios municipales. En julio, gracias a la pasada cosecha de vino, muchos vecinos y cosecheros ya tenían preparada la cantidad para la sisa de los millones. El 31 de octubre el corregidor informó de la necesidad de mandar a Cuenca los 3.300 reales del servicio de milicias.
El 29 de noviembre llegó la noticia del desposorio del rey con la princesa Luisa Gabriela de Saboya en Barcelona el 14 de noviembre de 1701. Era una promesa de tener un heredero y de evitar los problemas sucesorios pasados. Sin embargo, el 7 de septiembre de 1701 se suscribió en La Haya un tratado entre los Habsburgo de Viena, las Provincias Unidas de los Países Bajos e Inglaterra para evitar la unión hispano-francesa. La actitud desenvuelta de Luis XIV en los Países Bajos hispanos y de sus agentes en la Península dio pábulo a ello. Los holandeses enviaron a sus espías a reconocer las fortificaciones y disposición de fuerzas y ánimos en la Península, particularmente en Andalucía. Una nueva guerra se preparaba, capaz de arruinar las buenas palabras dadas a las gentes de Requena.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Actas municipales de 1696 a 1705 (3266).