Los problemas del Sacro Imperio Romano Germánico y las disputas familiares llevaron a la abdicación a Carlos V el 25 de octubre de 1555. Muchos historiadores han subrayado su agotamiento tras años de gobierno de gran complejidad, en los que se tuvo que enfrentar al movimiento protestante, a la reforma de la Iglesia, a la enemiga de Francia y a la expansión otomana desde la Europa Central al Mediterráneo.
Los días de la guerra de las Comunidades habían pasado en una Castilla cada vez más sometida a la autoridad real, con el beneplácito aristocrático, y que había contribuido más que generosamente a las empresas del emperador. Una vez repartidas sus posesiones entre su primogénito Felipe y su hermano Fernando, Carlos emprendió viaje de los Países Bajos a Castilla. El 28 de septiembre de 1556 desembarcó en Laredo y finalmente llegó al monasterio jerónimo de Yuste el 22 de febrero de 1557.
Sus treinta y ocho monjes acogieron al que había sido el emperador más poderoso desde Federico II Hohenstaufen, fallecido en 1250. Su pantagruélica dieta de carnes y cerveza no mejoró precisamente su dolencia de gota y el 21 de septiembre de 1558 tras agonizar durante un mes entregó su alma al Señor.
El 16 de octubre se consignó por escrito en las actas municipales de Requena la noticia de la muerte del emperador. Aunque nuestra villa era de puerto seco y se consideraba mejor informada que otras, las noticias tardaban en llegar en un tiempo de jinetes veloces y arrieros perseverantes, como ya nos recordara Braudel.
Compuesto por el corregidor, los regidores y el síndico procurador, el consistorio trató o platicó sobre las exequias que debían tributarse a Carlos, considerado un gran señor por encima de los muchos títulos que ostentó en vida.
El tema se abordó con sobriedad, lejos del detallismo del que se haría gala en la organización de las honras fúnebres de los reyes del siglo XVIII, como Felipe V. En 1558 no se transcribió ninguna carta que pautara las ceremonias. Por encima de determinados usos cortesanos, la sobriedad de nuestros munícipes denota una cierta frialdad. Don Carlos ya se encontraba en la gloria celestial, pero su reinado no comenzó precisamente entre coros angélicos.
El consistorio se consideró obligado a oficiar con solemnidad la defunción del emperador en muestra del teórico sentimiento de dolor de toda Requena. Para vestirse de luto se compraron dos paños negros, prueba que la característica moda de los Austrias todavía no se había extendido del todo en Castilla.
Los oficios religiosos, que quizá se celebraran principalmente en El Salvador, tendrían lugar el domingo 30 de octubre a fin de prepararse convenientemente desde todos los puntos de vista. Se insistió en la adquisición de cera para las hachas de las ceremonias, de cuya música nada se nos refiere en esta ocasión. El lunes siguiente se expondría en un tablado su busto, probablemente en la plaza de la villa, a modo de homenaje a tan singular personalidad, césar romano y caballero a la par, dentro del gusto renacentista por los varones ilustres según los cánones clásicos.
Claro que aquel 16 de octubre de 1558 Requena tuvo otras preocupaciones más acuciantes. La villa se encontraba muy empeñada y el arrendamiento de las hierbas de las dehesas, la gran fuente de ingresos del tiempo de los Austrias, podía valer muy poco por no estar suficientemente empapadas de aguas pluviales. Treinta y nueve hacendados o herederos (entre los que se encontraban familias tan significativas como los Pedrón, Atienza, Muñoz, de la Cárcel, Picazo o Gadea) consintieron en arrendar las hierbas de las viñas, otra dedicación que también apuntaba formas.
Con gran sacrificio Requena concertó en 1546 un préstamo de 2.000 ducados al 5%. Desde 1543 los 759 ducados ingresados por sus bienes de propios se habían incrementado, gracias precisamente a las dehesas, pero en 1556 sólo alcanzaron los 1.121. El esfuerzo se quedó corto, además, cuando la Monarquía de Felipe II suspendió consignaciones en 1557. La anunciada bancarrota exigió nuevos esfuerzos a los castellanos, pues la deuda a corto plazo alcanzó en 1556 los 6.761.276 ducados, lo que suponía que todos los ingresos ya se habían gastado hasta 1560 incluso, y la deuda consolidada anual a través del pago de juros los 1.441.489.
Pasado Carlos V a la gloria a los requenenses les quedó la dicha de remitir la gravedad de la peste en la ciudad de Valencia, tan importante para su comercio, y de no tener que aguantar las embestidas de los corsarios norteafricanos de las regencias otomanas como las localidades costeras desde la bahía de Huelva al golfo de Rosas. No era poco para aquella España más de oropel que de oro que dejó el César Carlos.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.
Libro de actas municipales de 1546 a 1559, nº. 2895.
