La Monarquía imperial de los Austrias en conflicto.
En el primer cuarto del siglo XVII la España imperial todavía era la principal potencia de Europa y una de las más poderosas del mundo, pero sus debilidades ya se hicieron más que evidentes a muchos observadores. La dispersión y heterogeneidad de sus dominios le mermaron fuerzas ante sus numerosos adversarios.
El duque de Lerma, el denostado valido de Felipe III, había intentado llevar a buen puerto una política de apaciguamiento, que rindió un resultado discreto. Sus más feroces críticos le acusaron de arruinar la herencia de Felipe II al no atender debidamente a la reputación de la Monarquía hispánica, capaz de disuadir la insolencia de sus rivales en numerosos frentes.
Con la guerra de los Treinta Años en marcha, el nuevo valido don Gaspar de Guzmán, el que terminaría siendo el conde-duque de Olivares, pergeñó audaces proyectos para restituir la fuerza al imperio español. En 1626 anunció la Unión de Armas.
La Unión de Armas.
Cuando el ejército profesional de los Tercios ya daba muestras de agotamiento por la creciente falta de medios y de hombres, se vindicó el valor del servicio militar de los súbditos del rey a través de las milicias, que en parte seguía la tradición de las huestes medievales de los municipios hispanos.
Cada reino o Estado de la Monarquía debería de disponer de su propia fuerza miliciana, cosa que no fue nada fácil, como acredita el caso del reino de Valencia. La milicia de cada reino estaba atenta a la defensa de su territorio y nutrida por una parte de sus naturales en edad militar.
Estas fuerzas no se avenían bien en el fondo con el tipo de ejército pretendido por Olivares, ofensivo y desplegado fuera de sus fronteras. A través de su programa de la Unión intentó imprimirle este carácter. Cada uno de los reinos de la Monarquía tendría asignado un contingente de tropas en virtud de su supuesta población, que en caso de ataque contra otro Estado del rey debería de acudir en su ayuda con armas y bagajes.
Olivares y su círculo insistieron en que las guerras del rey eran en defensa de la religión y de la integridad de sus reinos, haciendo hincapié en que el abandono del esfuerzo militar en los Países bajos llevaría a los enemigos a atacar directamente Italia y España. Tales razonamientos no convencieron a muchos de los súbditos de Felipe IV. Es más, encendieron aún más la animadversión entre los castellanos y los portugueses y aragoneses.
La división de reinos.
Las tensiones ibéricas anunciadas en tiempos de Felipe II se recrudecieron bajo su hijo y su nieto. Los castellanos expresaron con claridad su hartazgo de ser los verdaderos sustentadores de las cargas del imperio, los portugueses de no ser atendidas debidamente sus necesidades defensivas y los aragoneses de resultar preteridos en el reparto de honores y preeminencias. En lugares como en Cataluña comenzó a ganar relieve la fidelidad a la Tierra por encima incluso a la del príncipe.
En estas condiciones la aplicación de la Unión de Armas, cuando se practicó, no dejó de ser tan penosa como decepcionante. En 1635 los franceses rompieron finalmente armas contra los españoles, que habían conseguido imponerse a otros rivales como los suecos en el curso de la guerra de los Treinta Años. Richelieu intervino sin ambages en el conflicto para evitar la temida victoria de la Casa de Austria en Europa.
Era hora de nuevos sacrificios para los castigados pueblos de España.
Una argucia para vivificar la Unión de Armas.
En octubre de 1635 se instó a que los lugares a veinte leguas (casi 84 kilómetros) de los puertos secos de Castilla, Navarra, Aragón y Valencia aportaran unos 10.000 infantes de la milicia.
El número del contingente no era precisamente modesto, pues al reino de Valencia le habían asignado 6.000 hombres, al de Aragón 10.000 y 44.000 a los dominios castellanos, en los que estaba inclusa Navarra.
De esta manera se podían burlar ciertas trabas legales. El consejero de Castilla don Antonio de Chumacero de Sotomayor destacó a enviados con competencias sobre toda localidad de realengo, señorío, behetría, Órdenes o abadengo en consecuencia.
Las compañías milicianas de Requena y otras tierras vecinas.
El 27 de octubre de 1635 se nombró al capitán don Diego de Castro, hombre práctico en las cosas de la guerra, para el establecimiento de la fuerza del partido de Requena, Utiel, marquesado de Moya y otras áreas próximas.
No se trataba de la veterana hueste local requenense, susceptible de cooperar con la de Utiel en determinadas circunstancias, sino de una unidad militar nueva. Uno de cada diez vecinos del grupo de edad entre los 18 y los 50 años debería de incorporarse observando las condiciones de idoneidad y soltería establecido en las disposiciones de 1629.
El capitán don Diego debía de supervisar con esmero la instrucción militar. Designaría capitanes y sería auxiliado por los sargentos mayores a la hora de instruir a los soldados en la disciplina de los escuadrones y en el combate en escaramuzas. La valiosa experiencia de los Tercios debería de transmitirse a la Milicia, que siempre estaría atenta a intervenir en las ocasiones más arriesgadas. Este espíritu de profesionalidad se trataría de proyectar en los Tercios Provinciales castellanos, aunque con escaso éxito.
El penoso cumplimiento.
Sintomáticamente el 6 de diciembre de 1635 se insistió en la colaboración de las autoridades bajo pena de 200 ducados. Las milicias y su servicio en forma de redención en metálico resultaron muy controvertidos en la Requena de las ulteriores décadas, al igual que en otros puntos de Castilla. En el fondo las compañías milicianas de los lugares alrededor de los puerto secos no dejaron de ser un expediente tras la cacareada llamada a los caballeros locales del 6 de mayo de 1635 para servir a Felipe el Grande.

Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA, Documentos 11180 y 11505.