El 29 de abril conocíamos por la noche la triste noticia del fallecimiento de don Enrique Díez Sanz, el incansable historiador de la Tierra de Soria que también se interesó por Requena.
Había nacido en 1941, durante los años del hambre de la postguerra, en Soria, la pequeña capital provinciana donde el tiempo parecía detenerse. En sus recuerdos, a la sombra del imponente palacio de los condes de Gómara, figuraban los de los campesinos de la comarca que solo compraban una nueva collera de cuero para el ganado cuando la que tenían se caía a trozos, los del fuerte ascendiente de los clérigos y los del parsimonioso autocar de línea.
Por aquellos días, se escribía y se enseñaba en España una historia triunfalista de gestas, más propias de los tebeos juveniles que de obras serias, en la que no tenían cabida muchos problemas sociales. Eran los días del exilio de grandes historiadores como Claudio Sánchez-Albornoz y Rafael Altamira. A mozos como el joven Quique se les enseñaba con escaso respeto por la verdad del pasado.
Se dice que la Historia es maestra de la vida, pero la vida termina por ser la maestra de la historia, la que nos enseña por amarga experiencia que es imposible que cuatro paladines derroten a tres mil guerreros furiosos. Los historiadores somos como los peces, y no podemos escapar de nuestra pecera, de nuestro mar, y nuestro tiempo vital nos marca muchas de las orientaciones que vamos desarrollando. La España de Surcos, de buenos labradores que acaban ahogándose en la ciudad, iba a conducir por otros derroteros al joven futbolista.
Enrique siempre fue un gran hincha del Numancia y un tipo popular, que supo captarse como maestro el afecto de sus alumnos. Como dice el bueno de Marino Peinado, Enrique dio más clases que la tierra vueltas al sol. Trabajó con entrega hasta los sesenta y siete años en una profesión que tienes que amar más que a nada en el mundo. Fue profesor de Instituto y maestro de la vida, que (como los grandes) todo lo hizo sin darse importancia a sí mismo, como el Gregory Peck de Horizontes de grandeza.
Con su aguda comprensión de las personas, este soriano de pro llegó a Tarragona, donde formó una familia. Otros paisanos suyos terminaron en Zaragoza, más cerca de su patria chica, pero él llegó a las orillas del Mediterráneo. Allí le conocí hace ya unos cuantos años.
Enrique nunca se dejó extraviar por los cantos de sirena, y siempre buscó conocer la verdadera Historia, la que nunca reconocen los fanáticos entregados a los desvaríos del nacionalismo. Gran aficionado a los clásicos de la historiografía del chispeante siglo XX (siempre admiró mucho a Elliott), se puso manos a la obra, a escribir sobre la Tierra de Soria del siglo XVI.
Su entusiasmo era contagioso, digno del temple de Domínguez Ortiz, a prueba de horas y horas de obligaciones inexcusables. Consideraba el estudio uno de los mejores placeres para concluir la jornada. Cuando hablaba de Soria, parecía que acabara de pasar por la calle Collado. Nunca olvidó a la tierra que le vio nacer.
Su amor por ella no le llevó nunca a aborrecer la verdad, y siempre escribió una historia crítica y científica, por poco complaciente que pareciera a ciertas mediocridades de rifa y ripio verbenero. De sus prolongadas consultas en los archivos sorianos y en Simancas, no siempre fáciles por los condicionantes laborales, surgieron sus grandes obras: Soria y su Tierra ante el sistema fiscal de Felipe II (1987), La Tierra de Soria: un universo campesino en la Castilla oriental (1995) o Soria: un universo urbano en la España de los Austrias (2009), entre otros títulos.
A día de hoy, la Historia de la llamada España Imperial se enseña poco en los Institutos, por razones poco comprensibles. Algunos creen que se evita una soflama de las de Hazañas bélicas, pero se pierde el conocimiento profundo de una sociedad pre-industrial que fue sometida a una presión fiscal y militar más que notable, se pierde el conocimiento de muchas claves de la Historia de España. Lo que Enrique nos contó sobre los campesinos y ciudadanos de Soria en sus universos es bien aplicable a otras localidades de la Corona de Castilla.
Tal es el caso de Requena, cuyas estructuras históricas tanto se parecen a las sorianas, aunque nunca configurara una Comunidad de Villa y Tierra al modo de la Cabeza de la Extremadura. Cuando llegué hace un tiempo a Requena, acababa casi de finalizar con Enrique un estudio sobre el fenómeno del despoblamiento soriano. Al comenzar a leer las actas municipales del XVII requenense, me di cuenta de muchas semejanzas, que comuniqué a un entusiasmado Enrique.
En los últimos años, trabajaba en otro libro sobre Soria, que tenía en cuenta otras experiencias locales dentro de los problemas generales de la Monarquía hispánica. Es su obra póstuma, que esperamos publicar, la obra del que comienza a vislumbrar la eternidad, a modo del Greco.
Siempre quiso visitar y conocer de primera mano Requena, donde tuvo lectores tan insignes como Ignacio Latorre, pero las malditas circunstancias se lo impidieron, y hoy ya no puede pasear por el barrio de la Villa. Enrique siempre pugnó contra los tópicos degradadores de la España Interior, contemplada por algunos imbéciles como un secarral de vagos, y con la finura de su análisis siempre nos hizo ver cómo Castilla (de la que Requena formó parte) tuvo un prometedor desarrollo urbano y manufacturero, que fue segado por una deleznable política tributaria. Los castellanos no estaban predestinados a descender al sepulcro, nos sugirió el simpático futbolista.
A estas horas, Enrique Díez Sanz habrá sido recibido por los síndicos de los sexmos de la Tierra de Soria en las alturas, con la esperanza que aleccione a Felipe II sobre lo mucho que maltrató a sus buenos castellanos. Seguro que al final conseguirá hacer de él un verdadero rey prudente el bueno de Quique.
Víctor Manuel Galán Tendero.