La importancia de los prohombres locales.
La autoridad de Isabel y Fernando en Castilla distó de flotar sobre su simple genialidad, una especie de nada histórica que poco nos dice. Fueron capaces, ciertamente, de imprimir recia vida a chancillerías y corregimientos con los que amansar a sus bravos súbditos, además de canalizar sus enquistadas disputas por medios legales, papeleros de los del tiempo de la sinuosa letra procesal, que tanto ha dado de disfrute al sibarita de la historia como exigido atención al curioso lector.
Los letrados fueron los soldados del ejército civil de los Reyes. Muchos de ellos procedían de familias de caballeros, hidalgos o ricos hombres de ciudades y villas, los linajes que habían discutido a cara de perro y con las armas en la mano por el dominio de sus municipios. Maquiavelo, que contempló a don Fernando como modelo de príncipe, sostuvo que los más rebeldes a su autoridad fueron convenientemente empleados en conquistar Granada a los nazaríes. Como había sucedido en otros reinos de la Cristiandad medieval, la autoridad real reposaba sobre el compromiso con estos grupos oligárquicos, rubricado por no pocos privilegios en los que se ensalzaba el valor de la fidelidad.
Dicho de otro modo, la monarquía fue obedecida porque a los prohombres locales así les convino, algo que comprobaron amargamente los funcionarios de los Austrias menores cuando fueron espigando recursos por tierras de Castilla. Uno de aquellos notables fue el requenense Álvaro Ruiz de Espejo, cuya herencia suscitó un reconocimiento legal de bienes, del que disponemos de un fragmento gracias a la gentileza de don Valentín Casco y Fernández, descendiente suyo y cronista oficial de la pacense Valdetorres.
Un varón emprendedor.
En 1506, don Álvaro fue uno de los diputados del vecindario de Requena. Casado con doña Catalina García, fundó en 1523 con ella la capilla de los Reyes Magos de la iglesia de Santa María, como informa don Valentín Casco. En la documentación se le caracterizó como un recio labrador, bien capaz de abastecer a parientes y amigos en los años de malas cosechas. Un símbolo muy apreciado entre los caballeros de la época era el caldero, muestra tangible de la generosidad del señor que alimentaba a sus seguidores. A su alrededor, ganaba fuerza la familia extensa, el linaje, algo que favoreció con el tiempo el establecimiento de mayorazgos.
Tuvo que ser don Álvaro un avispado hombre de negocios, pues el cereal también lo prestaba, por supuesto con intereses, cuando todavía el pósito municipal se estaba configurando tal y como lo conoceríamos más tarde. Los años de comienzos del siglo XVI fueron de vacas magras y de subidas alcabalas, lo que originó más de un problema de abastecimiento, alguna que otra fortuna y tasado poco eficiente. Quizá aquellas circunstancias sirvieran para impulsar su carrera política municipal.
La valiosa tierra.
En el memorial de los bienes de su herencia se sostuvo, aunque no se confirmó por los testigos, que llegó a acumular 700 fanegas de trigo, 500 de cebada y 200 de avena y centeno. Se cuantificaron en 500 sus arrobas de vino. Tampoco le faltó el aceite, el queso y la valiosa sal, sin que sepamos apenas nada de sus cantidades. Sobrepasaba todos aquellos géneros, con mucho, el simple autoabastecimiento y es comprensible su vocación mercantil y financiera. La somnolienta Castilla del tópico, ajena al negocio y embelesada por asaltar los cielos, distó mucho de la auténtica de antes de la guerra de las Comunidades.
Sus reservas no surgieron de la nada, sino de una previsora tendencia a acumular distintas parcelas de extensión variable a lo largo del término. Fue una tendencia muy generalizada en la Europa Occidental de la época y que los requenenses proseguirían manteniendo hasta mucho más tarde.
Nada se nos dice de la extensión de cada una de sus propiedades rústicas, pero su variedad es incuestionable: las heredades de Canalejas, Esteruela, Cabañadas y Crucijadas, la labor que poseía en la Vega, el huerto del Regajuelo, tres pedazos de tierra del camino del Arenal, los pedazuelos de tierra entorno a la fuente del Ojuelo, las piezas del hondar de los Judíos, del Moral y del Atajuelo, un majuelo y una viña en Rozaleme y otra en la hoya de los Molinos. Si el empleo en la toponimia del característico sufijo diminutivo –uelo nos remite a los radicales del castellano antiguo terminados en vocal, ç, z, ch, ñ o j, quizá anteriores al siglo XV, la distribución de usos del terrazgo nos indica que la estructura agraria de la Requena de amplias dehesas ya se encontraría formada a comienzos del siglo XVI. A ciencia cierta, desconocemos cuáles de aquellas propiedades serían heredadas o adquiridas por diferentes vías.
Aquella agricultura buscó afanosamente el agua, pero también se benefició de las aportaciones del ganado. A don Álvaro se le atribuyeron, sin más precisiones numéricas, caballos, mulas, asnos, cegajos, cabrones y perros, con su correspondiente aderezo. Llama la atención la importancia, a simple vista, de la ganadería equina, no preponderante en la Requena de los Austrias, cuando primaron los ovicápridos. A los deseos y aspiraciones caballerescas de don Álvaro, probablemente relacionado con la caballería de la nómina requenense, se sumarían los imperativos de la apicultura, con sus colmenas trashumantes, práctica atestiguada ya en nuestra tierra en el siglo XIV. La madera completaría junto a las colmenas su aprovechamiento de los recursos forestales.
Símbolos de distinción social.
No en vano su casa tuvo fama de ser una de las más recias, como su condición de labrador, de toda la tierra de Requena. Don Valentín Casco es del autorizado parecer que podría tratarse de la casa llamada del Cid. La medular riqueza agraria se invertía en la villa, el pináculo del prestigio social de don Álvaro, cuya casa disponía de un valioso ajuar, preseas, paños de pared, reposteros, bancales y de lujos como hojas de oro y de plata, dos tazas de plaza y una docena de cucharetas, al alcance de muy contados hijos de vecino. Los paños y cordellates completarían sus bienes, dentro de los gustos textiles castellanos, sin especificar más acerca de su calidad.
Sin embargo, no todo era miel y hojuelas en casa de don Álvaro. Se le atribuyó una considerable deuda de 500 ducados y 100.000 maravedíes, en total unos 287.500 maravedíes, que no sabemos si se trataría del fruto de impagos o préstamos a cancelar, por mor de los negocios.
Nos consta en la documentación que doña Catalina sobrevivió a su marido. Sus bienes terminarían pasando a sus descendientes, convirtiéndose en parte viva de la Historia de Requena.

Fuentes.
Fondo documental de don Valentín Casco y Fernández. Documentación de don Álvaro Ruiz de Espejo.
http://valentincasco.blogspot.com/2013/04/los-zapata-de-requena-descendencia-de.html