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UNA TARDE DE JUEVES SANTO DE 1950

  • Por Mª Carmen Martínez Hernández
  • 09/04/2020
  • Época Contemporánea
  • Religiosidad

La Semana Santa de los años cuarenta y comienzo de los cincuenta no se puede explicar en la primavera del 2020, son tantos los cambios culturales, ideológicos, religiosos que es difícil lo puedan entender los jóvenes y no tan jóvenes de hoy. Es más, aunque yo sí viví aquellos años, sobre todo en la segunda mitad de los cincuenta y los sesenta, no ha dejado de sorprenderme el impacto que supuso para muchas personas la reanudación de las procesiones de Semana Santa después de la guerra. Una de ella, Luis Roda Gallega un joven veinteañero por entonces, dejó testimonio de aquel momento, se publicó en la Revista Alberca de marzo-abril de 1952,  y se lo dedicó a sus padres. El texto es digno de ser rescatado por la belleza del lenguaje, la capacidad descriptiva tanto de lo que acontecía como de las imágenes, y como testimonio de un tiempo, de un país.

“A vosotros, queridos Padres, con cariño y respeto.

Tarde primaveral de Jueves Santo. Las luces vespertinas decoraban de oro los muros de la soberbia iglesia gótica del Salvador. Han florecido los árboles de su plaza. En la iglesia, entre luces, joyas y flores, la ciudad entera rendía fervoroso homenaje de amor a la Eucaristía.

Anochece. Una penumbra pálida recorta el templo en el cielo plateado por luna pascual. En las calles se acumula el gentío. Requena representaba ya en el siglo XVI, con su cofradía de la Vera Cruz, la muerte del Señor.

1939. A la placita cuadrada, donde de nuevo han florecido los árboles, acude ahora la multitud porque este año hay un gran acontecimiento: por vez primera, desde haré muchos años, sale de nuevo una cofradía.

Las puertas del templo se abren de súbito y el silencio corta los murmullos del pueblo. Un penitente aparece en el umbral levantando en alto una cruz. Es como un fantasma. La alta y puntiaguda coroza sobre la cabeza agiganta su figura. Le arrastra la penitencial vestidura negra ceñida por un cinturón de cuero. Por debajo del sayal asoman los pies envueltos en recias sandalias.

En la puerta del templo ya se mueve el «paso». En los balcones y ventanas los circunstantes se arrodillan. ¡Ha aparecido el Señor! Sobre un monte de flores avanza el Cristo de la Vera Cruz. La luz de la luna le besa el rostro, de ojos mansos de misericordia y de amor. Es Jesús en toda su humana hermosura, caminando como Cordero sacrificado.

Cuando el «paso» dobla la esquina de la plaza y la imagen del Señor se pierde en la calleja tortuosa, un anciano que ha contemplado desde un sitial colocado en la casona frontera la salida de la cofradía tiene lágrimas en los ojos.

Han pasado los años y aparece otra nueva cofradía. Tras aquel fantasma salen ahora pequeñas hileras de penitentes con hachones en alto. Unos arrastran grillos. Otros se disciplinan en las espaldas. Un clamor litúrgico unánime y monótono resuena en la plaza. El pueblo se asocia a él y reza también los versículos sálmicos del Miserere.

Un famoso imaginero había creado para la Hermandad del Arrabal una devotísima talla de Jesús Nazareno, y es hoy cuando aparece por vez primera en Requena. Tiene encorvada la figura por el peso de la Cruz. La brisa cimbrea la vesta morada y los pies parecen caminar lentamente. La sangre le chorrea la cara y la boca abierta jadea de fatiga… Recorre su itinerario y de nuevo regresa a la iglesia.

Ya ha aparecido esa quisicosa que se ha dado en llamar rivalidad.

Ahora es un grupo de jóvenes los que (“piensan” en crear un nuevo “paso”). ¡Dichosa edad ésta de prestigios y maravillas, edad de juventud y de robusta vida!

Son muchos y muy arduos los problemas que se plantean para la creación de un nuevo «paso», pero cada uno de ellos, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos jóvenes, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado e1 hacer aparecer un nuevo «paso». Y así es como nació y cobró vida, la cofradía del Santo Sepulcro.

Tumbado sobre su sepulcro es llevado blandamente, al son de los tambores, por sus cofrades, ataviados con blanca túnica y roja capa flotando al viento. Había muerto el Hombre con majestad, reflejando su persona divina.

En la forma admirable de su belleza humana. No está contraído, el torso esbelto, ni las piernas se encogen de dolor. Descansa plácido, como en un lecho, feliz de ser Redentor de la humanidad. Cae sobre la inclinada cabeza, sombreando el rostro y velando la agonía, la abundosa cabellera del Nazareno. Brilla de transparencia la carne divina, anudado a las caderas el blanco sudario. Sobre el fondo negro, la muerte de Dios es como un meteoro luminoso de gloria en la noche del mundo desvalida.

Real y humana, con toda la gravedad del trance, como una tragedia de dolor y de sangre, ha sido representada por esta cofradía la muerte de Dios,

Los improperios de los Divinos Oficios hacían retemblar aquella mañana de Jueves Santo de 1950 los ámbitos de la austera iglesia del Carmen, Un suave rumor de templadas notas mezclaban su armonía en un haz de anhelos místicos, formando un gigantesco instrumento de voces humanas. Era como una lluvia de clamores celestiales. Las vihuelas escoltaban las melodías del armonio, que desgranaba sus acentos entre los acordes bulliciosos de las flautas y de las trombas. Sobre esta pirámide de sones alados gemía el coro, donde se abrazaban en gallarda polifonía las agudas y atipladas voces infantiles, las recias vibraciones de tenores y barítonos y los opacos bordones de los bajos. Una nueva cofradía había aparecido: la de la Oración del Huerto. En el altar mayor la gran liturgia del día más augusto de las conmemoraciones de la Iglesia lucía toda su soberana majestad…

No quiero con este mi pobre artículo dar una lección de liturgia, sino enardecer a la juventud requenense para que, creando cofradías y activando la Semana Santa, demos gloria y esplendor a la ciudad que a todos nos vio nacer”.

L. Roda Gallega (Alberca , marzo-abril de 1952)

El Libro de Actas de la Cofradía de la Vera Cruz registra unas diligencias que ayudan a precisar las fechas de constitución de algunas cofradías. Así con fecha 25 de octubre de 1947 quedó constituida la Cofradía de los Nazarenos de Arrabal filial de la Veracruz, la cual acababa de adquirir su respectivo paso, denominado La primera caída, obra del escultor conquense Marco Pérez.  El  jefe de dicha cofradía era hermano Francisco Sánchez Roda.

Con fecha 3 de marzo se constituyó la Cofradía del Santo Sepulcro, como filial de la Veracruz, siendo designado jefe el hermano Rafael Hernández.

El 28 de marzo de 1948 se constituyó en la iglesia del Corazón de María la Cofradía titulada La Oración del Huerto, filial de la Veracruz.  

Las firmas de Práxedes Gil Orozco y Rafael Bernabéu en el Libro de Actas de la Cofradía de la Vera Cruz  dan fiel  testimonio de que así fue.

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