Una de las formas más dulces de disfrutar de la historia, desde mi punto de vista, es con la contemplación de fotos antiguas, y cuanto más antiguas mejor, de los autobuses y trenes que recorrían nuestros pueblos. Viajes que hoy día no son más que un paseo en coche, en otras épocas, según las historias que he coleccionado, se convertían en episodios dignos de la Odisea de Homero. “Leyendas rurales” que, aunque incluso no fueran del todo reales, por lo entrañable de los personajes merecen la pena contarse:
Para viajar de Cuenca a Requena, ya pocos años terminada la guerra, el viaje en tren comportaba un inconveniente: los túneles. El carbón era el combustible, un compañero muy desagradable al pasar por las diferentes “cuevas” del recorrido, pues, aunque aquellos que conocían el paisaje se preocupaban de cerrar las ventanas, la carbonilla se impregnaba por todos los vagones, además, el ahogo del humo sólo se aliviaba una vez bien pasada la gruta. La comida habitual durante el viaje era una lata de sardinas con algo de pan negro y para los más acaudalados, según la época, en alguna de las paradas se compraba alguna manzana, membrillo o un trozo de calabaza, y la conversación: hablar de lo humano y lo divino para cubrir las largas horas de viaje, eso sí, no se hablaba de política, “no estaba el horno…”
Una vez llegados a la estación de Requena, las madres hacían filas con sus niños y niñas para entrar al servicio y con un pañuelo limpiar los restos de carbonilla de la cara de los pequeños. Una vez bien curiosos, se esperaba a La Requenense de toda vida, y desde allí viajaban al pueblo que tocara, por ejemplo, para llegar a La Cabezuela, algunas veces paraban en los Pedrones y otras en el alto Rabal, si había caído un tascazo de nieve, la opción de llegar caminando por el Rabal era jurisprudencia, la vaguada de las Casas del Soto era muy generosa para repartir las pulmonías, según debió establecer la experiencia, ya se sabe que antes nevaba y llovía mucho más.
No sólo corría las carreteras La Requenense, para el valle de Ayora-Cofrentes y a través de los cintos de Cortes de Pallás hasta Macastre y de allí a las Torres de Quart, un autobús de la no menos entrañable: La Cubana. Sus pequeños autobuses recorrían las carreteras de herradura con la misma calma que lo hacen sus valles el Cabriel y el Júcar. Cuentan que el “inconveniente” de este servicio era el horario, venía de algún lado de la Mancha, y las horas de llegada eran amplias, pues había paradas que se hacían en demanda de los pasajeros: ya se aplicaba lo del cliente manda. En la fuente de la Chirrichana si era verano se paraba a tomar un trago de agua, si había chiquillos viajando y la moras estaban maduras se paraba, y si estaba el puesto de las sandías se paraba; si era invierno y la escarcha apretaba, no se paraba, ni para echar el cigarro, dentro del autobús se podía fumar sin pasar frío.
Aquello de “llegar tarde” era para la gente de capital, para los agricultores, con los días que hay, “más que longanizas”, qué más daba llegar antes o después, tampoco sería tan importante la empresa; por eso, la cubana llegaba “un poco más tarde de medio día o cuando le parecía”. Según la bondad del tiempo de la época, llegaba a Valencia por la noche, y al revés, de Valencia salía puntual y llegaba al pueblo, pues cuando el duro motor Barreiros venciera la Sierra Martes…
Los chiquillos de las aldeas corrían a la plaza de los pueblos para ver a los viajeros, en especial a los viajeros nuevos, con suerte alguna mozita guapa viajaba, o algún parlanchín que les contara noticias de Valencia, como si esos autobuses fueran una ventana a un mundo más allá de los mismo montes que contemplaban cada día y de los que nunca salían.
Esos mismos chiquillos de Siete Aguas que allá por los años cincuenta, ya guardaban durante el verano las perras para la fiesta de la vendimia, para el chocolate, para el cigarrucho, para el refresco… y sobre todo para el viaje del tren. Me contaba un natal que nunca antes se había subido a nada no fuera el mulo, siendo un crío en el bar, unos días antes de viajar por primera vez en un vagón para ir a las fiestas de Requena, escuchó al médico del pueblo: “Si la locomotora no para en el rebollar, en ese llano, alcanza lo menos 60 km/h y a esas velocidades un trompazo es muy peligroso”. Y claro, si lo decía el señor médico: era verdad, y claro, no pudo dormir varias noches; nada pasó y ese primer viaje, aquellos paisajes tan bien conocidos vistos a través de los cristales a esas velocidades, los recuerda inolvidables.
No todas las anécdotas eran agradables, no todos los compañeros de trayecto eran simpáticos y alguna aventura no termino en un cuento para recordar, pero esta excursión se nos alarga, así que hacemos “parada y fonda”, para continuar la marcha otro día.
Como me contaba un hombre de mi aldea que pasó sus últimos años en Requena: “¡Qué tiempos!, pero qué tiempos más buenos… por fortuna el progreso se los llevó”.