El hambre fue una presencia demasiado continua en la Europa del Antiguo Régimen, incluso de la de no hace tantos años en términos históricos. Cuando la abundancia escasea y la escasez abunda, es imperativo aprovechar al máximo todos los recursos alimentarios, sin desperdiciar nada.
Los cereales y las harinas tuvieron en aquellas circunstancias un valor estratégico, y las ordenanzas municipales de Requena de 1622 así lo asumieron. Experimentados en encararse con los años de vacas flacas, sus regidores conocían perfectamente todas las tretas de los que trataban de ganar más todavía con la necesidad o el miedo al hambre. En aquellos tristes días las ordenanzas antiguas se respetaron poco, por mucho que se proclamara a los cuatro vientos su carácter venerable.
Contra los ingeniosos del fraude, algunos auténticos virtuosos, se arbitró un sistema de control de la molienda y del pesado de cereales, atento a los detalles a fuerza de verse burlado en el pasado.
De entrada todo vecino de la villa que tuviera que moler su trigo debía llevarlo al Peso de la Harina. Ya pesado, los acarreadores trasladarían los costales a cualquiera de los molinos del término. Se volvería a pesar una vez molido bajo la supervisión del encargado del Peso, el fiel.
En estas operaciones, se cobraría la maquila a razón de una libra y media por arroba, insistiéndose en que no sustrajeran nada ni acarreadores ni molineros, perjudicando a los dueños de los costales, bajo pena de seiscientos maravedíes.
A las gentes del arrabal, la vega o que vivieran fuera de la villa se les permitiría trasladar el cereal, así como a sus hijos y criados. Llevarían al Peso el trigo y el centeno, pero no la cebada, ya cribados.
El punto del Peso era crucial en tal sistema de control, ya que todo costal de trigo y centeno solamente se pesarían allí. Sin motivo justificado, no se podían sacar, y a cada uno de los molineros (sujetos de muchas sospechas) se les obligaba a disponer allí sendos cajones para doce libras de harina de trigo pontejí y otras doce de rubión para suplir cualquier falta de costal.
Era esencial, por tanto, que los costales se retornaran debidamente, y las declaraciones del fiel del Peso adquirían entonces una importancia capital. Nombrado el día en el que se designaban los oficios concejiles del año, debía ser persona de satisfacción (de buena fama, opinión y razón). Estaba obligado a llevar los libros contables y la documentación oportuna.
Su tarea era ardua, y algunas de las cuestiones consignadas en las ordenanzas de 1622 nos brindan vivaces ejemplos de fraudes habitualmente cometidos. Todo costal se llenaría, pero sin llenar ninguna taleguilla al mismo tiempo. Los costales pesados serían obligatoriamente devueltos a sus dueños por los molineros y los acarreadores. Ningún costal de harina debía quedar por la noche dentro de la Casa del Peso. Los costales debían estar convenientemente cosidos y tapados con lienzo. Ningún molinero ni acarreador entraría en el Peso con dagas o puñales, bajo pena de perderlos, además de la pertinente sanción.
Toda contravención sería sancionada con el pago de doscientos maravedíes, sin interponer el molinero la argucia que uno de sus criados o de sus acarreadores actuaban sin su mandato. Se apercibía que de no disponer de la cuantía suficiente para cubrir una falta de centeno, se llenaría la mitad con harina de trigo como penalización.
Sin embargo, tampoco el fiel se libró de suspicacias, y en las mismas ordenanzas se le advirtió que no podía pesar ni sacar costales indebidamente. Vigilar al vigilante era complicado, y lograr los resultados apetecidos fue en no pocas ocasiones más un deseo que algo cumplido.
Fuentes.
COLECCIÓN HERRERO Y MORAL, I.
