Cristina, 30 años, Requena.
Cuando se alcanza la treintena, nuevas perspectivas de futuro se le van planteando a una. Por mucho que quisiera obviarlas o darles la menor importancia, el salto a la vida adulta, como aquel vivido ya de la niñez a la adolescencia, no es fácil. Imagino, que ya no es hablar de «crisis» por la apertura de una década, dentro de las muchas que puede haber para aquellos que tengan la suerte de vivir lo que moderadamente se espera de una esperanza de vida como la que goza nuestro país.
Más que esas famosas crisis, ciertos hitos se dan con el cambio de etapas dentro de nuestra evolución como personas. La universidad, encontrar trabajo, encontrar pareja, casarse, plantearse tener hijos, verlos crecer… La retahíla nos la sabemos, a pesar de que actualmente se den en ella ciertos desbarajustes.
Aquel camino marcado por la especie, vida, reproducción y muerte, es ciertamente ineludible. Y no voy a entrar en detalles acerca de si me planteo o no ser madre, o ser madre ya; creo que es un tema que no se debe banalizar.
Sin embargo, para una visión global de nuestra sociedad, no hay nada más necesario que los niños. Ellos nos recuerdan lo que algún día fuimos. Verlos jugar nos conecta con la parte socavada por las responsabilidades de traer dinero a casa. La alegría y la inocencia de un niño son de las cosas más sanas que presenta la Ecúmene. Y dentro de las variables de la demografía, los niños de hoy serán los que nos sostengan el día de mañana.
La despoblación de un territorio es algo terrible, inevitable en algunos casos por multitud de factores. Cuando las risas de los niños solo se escuchan en verano, el invierno de los árboles parece mucho más largo, esperando acoger entre sus ramas a los pequeños trepadores.
Dentro de nuestro país, vastos territorios van muriendo poco a poco. Algunos paliativos se intuyen ante horizontes en los que se invierten los patrones del éxodo rural, y nuevas formas de vida emigran de la ciudad, la gran ciudad, para encontrarse con aquello que daba sabiduría a nuestros abuelos.
Conocí hace poco el caso de una aldea, Santamera, cerca de Sigüenza (Guadalajara), en la que un puñado de hippies habían hecho sus propias cabañas, no mayores de los 20 m², y allí se encontraban, unos trabajando la madera, otros sacando a pastar un rebaño de cabras. Malditos hippies. ¡Qué sabrán ellos del esfuerzo del trabajo!, ¿verdad?
Hippies o no, muchas opciones económicas parecen abrirse paso en el medio rural pero, como todo cambio en la estructura social, se requiere de un tiempo, tanto, que posiblemente los que estamos aquí ya no vivamos para contarlo. Pero yo confío.
Confío en que, en el caso de Requena, la Villa no acabe por venirse abajo por completo.
Hace justo dos años se veía la desaparición, de la noche a la mañana (sí, literalmente así fue, pero, ¿de la noche a la mañana?) de dos casas contiguas que se desplomaban en la calle Casares. Y el boquete podía haber sido más grande. Sus hermanas aledañas no gozan de mejor salud. Como piezas de dominó, aquello podía haber sido una catástrofe, mucho mayor de lo que la nostalgia supone.
Ahora, la segunda subida más importante a la Villa, la Cuesta del Cristo, coronada por su capilla, ofrece al visitante un aspecto desgarrador: un esqueleto. La Villa, en innumerables rincones transmite eso mismo: la sensación de haber pasado a una vida mejor. Ya no hablamos de la casa de los Pedrón; insignes palacios que un día albergaran a reyes y que hoy dan cobijo a los gatos. Por lo menos sirven para algo.
Pero la Historia, la historia de nuestra ciudad, se merece algo más. Más respeto. Y es que parece que el título de «noble» y «leal» le queda grande a los dirigentes de turno en el consistorio. No, no se asuste el lector, no voy a entrar a rajar de la esfera política. Pero sí comparto una pena. La pena de ver Requena reducida a solares, algo que acompaña a muchos conciudadanos.
No obstante, gestos de acomodación y rehabilitación de antiguas viviendas son en cambio la esperanza de que se reviertan progresivamente los comportamientos de abandono. Reformar la casa de la abuela al fin y al cabo no es tan mala idea. Y en los últimos años, ejemplos de recuperación de algunos inmuebles nos han asaltado con grata sorpresa en nuestros paseos por las callejuelas del casco histórico requenense. Aunque si matizamos, muchas de las nuevas habitaciones son destinadas a segundas residencias o casas rurales, algo que no aumenta el crecimiento natural absoluto de la población en el entorno, sino que simplemente la mantiene como en una especie de coma, del que esperamos algún día despierte.
Como conclusión, me atrevería a decir que estamos en el cénit entre el derrumbamiento y el crecimiento de nuestra sociedad local. Podría hablarse, a mí parecer, de un equilibrio entre ambos, corroborado en mi caso por la multitud de nacimientos que con ilusión he tenido la suerte de conocer y de aquellos que cercanamente también están por venir, asegurados, sin duda, por la multitud de servicios de los que la localidad dispone como cabeza de partido judicial. Y aun así, Requena, da para más. Para mucho más.
Como ejemplo, los visitantes se sorprenden de que sus iglesias no sean visitables fuera del horario de culto. Dos de las iglesias góticas más importantes de la Comunidad Valenciana, ¿acaso no se merecen un mejor vestido? Son viejas, pero la decrepitud no habría de hacer mella en ellas. Los casones de las manzanas que las rodean deberían ser sus insignes paladines. Embalsamados, como relicario de lo que un día fue esta Muy Noble, Muy Leal y Fidelísima Villa.
Requena mía, no te puedo asegurar mis hijos. El futuro es muy oscuro, como cantaba Antonio Molina y, una, ahora mismo, no puede ni llegar a atisbar una residencia permanente en este pueblo (¿o es una ciudad?), pero te prometo, desde el sincero recuerdo de mis recuerdos, que si me voy, siempre, volveré a ti.